Amor y conjetura

Los párpados caídos de una joven sobre la pantalla de su móvil llamaron mi atención de forma instintiva. Atropellados y espontáneos, mis ojos llevaban a cabo un escrutinio inconsciente. Analizaba las manchas lívidas sobre sus pupilas pardas, resultado de un descanso insuficiente y el tostado de una piel que durante el invierno había sido blanca. La terminal estaba llena de gente y ella, de algún modo, había conseguido un sitio aislado, frente a una columna, donde mantenía conectado el móvil a un enchufe.

Clara solía elogiar mi intuición, casi siempre certera debo admitir, al tiempo que jugaba conmigo a descifrar la expresión facial de desconocidos. Dicha distracción había empezado en San Andrés de Teixido durante nuestra luna de miel. Recuerdo el desconcierto de los invitados cuando interrumpimos el brindis nupcial para anunciar que pasaríamos las primeras vacaciones como marido y mujer en Galicia, en pleno agosto. Supongo que aquella villa ofrecía el cobijo y la privacidad que dos cuerpos jóvenes necesitaban. Alquilamos la casa mejor situada de todo el pueblo, pequeña pero llamativa por sus vistas. Los aldeanos comentaban una y otra vez lo lluvioso que estaba siendo aquel verano. Sin embargo, contra todo pronóstico, fueron las cuatro semanas más calurosas de mi vida. El fuego de la pasión opacaba, inclemente, cualquier tormenta y ni tan siquiera Marrakech, años después, o aquel safari por Túnez, alcanzaron tal temperatura. Fue quizás este fervor el que nos impulsó a comprar la vivienda gallega tras nuestra jubilación.

San Andrés de Teixido tenía un efecto particular en Clara y su felicidad invadía la mía como si de un tifón se tratase. Plantamos un huerto en el patio interior y construimos una piscina para nuestros nietos, quienes abandonaban con gusto Madrid para impregnarse de la esencia del pueblo. Pronto nos convertimos en aquellos aldeanos que hablaban con las jóvenes parejas sobre la meteorología. Éramos invencibles. Sé que lo fuimos durante 50 años al menos. Desgraciadamente, la enfermedad nos golpeó demasiado fuerte y Clara perdió la batalla. Tras su muerte, nuestra casa se volvió inmensa y el vacío que ella dejó me obligó a abandonar esas tierras. La deshumanización y el ajetreo de Madrid fueron mis armas para luchar contra la soledad.

Aquella era la primera vez en tres años que me dignaba a volver a Galicia. Pensé en Clara una vez más mientras miraba con sigilo el ramo de claveles y hortensias que con esmero había diseñado para ella, situado en el asiento de al lado, el mismo que mi mujer habría ocupado si todavía siguiese conmigo. Eran sus flores favoritas. La chica de ojos cansados había desatado una serie de recuerdos deliberadamente enviados al olvido. El dolor de la felicidad pasada se aglomeró en mi mente y no puede ni quise evitarlo. Fue entonces cuando decidí pasar el tiempo como solíamos hacerlo: descifrando la vida de desconocidos.

La joven llevaba puesto un mono estilo playero de color caqui, junto con un sombrero beige de lazo negro. Probablemente pensase ir a la playa, sí, seguro. ¿Quién llevaría, si no fuese este el caso, un gorro como aquel en el aeropuerto? Sus piernas cruzadas y el golpeo compulsivo de su pie derecho contra el pavimento mostraban un claro nerviosismo. Sin duda, su embarque comenzaría pronto. Mis ojos se volvieron oblicuos para enfocarse en la pantalla situada detrás de la muchacha. Vuelo LA2703, destino Ibiza, puerta 3, a las 9:44. Ese debía ser el suyo. Recordé que el mío, hacia Galicia, salía seis minutos después, a las 9:50 -información que mi hijo Samuel me había repetido cuatro veces, antes dejarme en Barajas. Sobre la maleta verde de la mujer sobresalía una caja pequeña y negra, de base cuadrada, algo abombada en la zona superior. Tal vez se tratase de un presente improvisado en el aeropuerto y dirigido a obsequiar a quién la esperaba en las Islas Baleares. Una amiga, quizás. Todo apuntaba a que aquellas serían unas merecidas vacaciones, consecuencia de un estresante trabajo en la capital. Eso explicaría el cansancio de sus ojos.

La joven, ensimismada en su móvil desde hacía ya una hora, levantó súbitamente la vista de la pantalla y con expresión temerosa, giró la cabeza hacia la izquierda. Una media sonrisa suviazó su rostro rígido ante la llegada de un hombre corpulento de apariencia afable. La mujer se levantó al instante, al tiempo que cogía la caja negra con su mano derecha y la abría con la izquierda. El anillo captó la atención del hombre y de toda la terminal en cuestión de segundo. En un susurro casi inaudible, la muchacha de ojos cansados verbalizó su pensamiento en forma de pregunta: ¿quieres casarte conmigo? El hombre asintió sin titubeos y agarró a su prometida por la espalda, arrastrándola hacia él con un movimiento firme. Fui yo quien sonrió entonces. Los aplausos fueron ensordecedores durante minutos.

Sentado en el avión volví a pensar en Clara, en cómo le había pedido matrimonio en una playa valenciana y en todos los veranos que pasamos juntos. Aquel era el primero que viajaba sin ella. El único, en tres años, en el que la había recordado sin dolor. Era el verano de la nostalgia, de la rememoración; el verano de una vida, de mi vida, de nuestra vida.


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